El Jardín de los Dos Soles

Cuentan los antiguos que en el principio del tiempo, cuando los dioses aún caminaban entre las hojas del mundo y las estrellas eran promesas por cumplir, nacieron dos almas bajo el mismo canto de luna. Una llevaba la esencia del fuego, el otro la calma del río. Se llamaban Astrea y Filotes.

Astrea era hija de Eos, diosa del amanecer. Su cabello tenía el fulgor del oro que danza en el horizonte cuando nace el día, y su voz era capaz de despertar las flores aún dormidas. Filotes era nieto de Nix, diosa de la noche primordial. Su mirada contenía la quietud de los lagos en la medianoche y una melancolía suave, como un suspiro perdido entre las constelaciones.

Desde el principio, supieron que eran distintos. Y sin embargo, se encontraron.

Se conocieron en el Jardín de los Dos Soles, un lugar entre mundos, donde el día y la noche coexistían sin disputarse. Allí los árboles susurraban secretos que solo los enamorados comprendían, y las aguas del río Aletheia ofrecían visiones de lo que podría ser. Allí, en medio de aromas a jazmín antiguo y viento cálido, tocaron por primera vez sus manos y el universo tembló suavemente, como si recordara algo olvidado.

Su amor era un poema escrito en lenguas que los humanos aún no han soñado. Se amaron con la pasión de la creación misma, como si con cada caricia reconstruyeran el mundo. Las estaciones se inclinaban a su paso; las luciérnagas les seguían como si fueran oráculos de su destino.

Pero el equilibrio no perdona los excesos.

Gaia, madre de todo, vio con temor la unión de elementos tan opuestos. Y con lágrimas de hierro dictó: “No es tiempo aún. Si se unen por completo, el mundo arderá o se apagará. Deben aprender la distancia, la espera, el deseo que educa.”

Así fueron separados. Astrea fue enviada al reino del Alba, condenada a despertar cada día sin él. Filotes fue llevado al reino del Crepúsculo, donde su alma vagaba entre sueños y sombras. Pero ninguno olvidó.

Durante siglos se buscaron en los reflejos del agua, en el vuelo de los pájaros, en las letras que los mortales escribían sin comprender. Ella susurraba su nombre al sol naciente y él la respondía en las notas del último ruiseñor al caer la tarde.

Y a veces, solo a veces, cuando los eclipses rasgaban el cielo y los velos del tiempo se rompían, lograban tocarse. Por un segundo. Por un suspiro eterno.

Fue en uno de esos encuentros robados que Astrea le dijo:

—Nos han hecho de fuego y agua, de mañana y noche, pero olvidaron que también somos deseo. Y el deseo encuentra caminos donde los dioses solo ven límites.

Filotes le respondió:

—A través de mitos, reinos, reencarnaciones y destinos, yo te buscaré. Porque no importa cuánto tarden las estrellas en alinearse, ni cuántas vidas debamos cruzar. Acabaremos juntos porque así está escrito en mi alma.

Con el tiempo, los dioses se durmieron. El mundo cambió. Pero Astrea y Filotes siguieron reencontrándose, a veces en los cuerpos de amantes que no sabían por qué se reconocían, otras en besos dados bajo la lluvia o en poemas hallados por casualidad.

Hoy quizás caminan entre nosotros. Quizás eres tú. Quizás yo. Quizás somos eco de esa promesa hecha antes del tiempo en la que se dice: “Y a pesar de todo acabaremos juntos”.


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