POSTAL DE UN CARABANCHEL EN CUARENTENA

A este lado del distrito, en el barrio de Vista Alegre, nos despertaba esta mañana (a las que no madrugamos demasiado mientras dure el encierro) el sonido de unas campanas de iglesia y la nostalgia de algún vecino a través de la voz de Camilo Sesto. Algo de mí, algo de mí, algo de mí se va muriendo. Quiero vivir, quiero vivir. Saber por qué te vas amor. Con la música, entra por la ventana un aire de primavera que hasta ahora se había visto privado de moverse libremente por nuestras habitaciones. ¿Es mejor el encierro si es frío y lluvioso? Definitivamente.

El dramaturgo y poeta Alberto Conejero dijo una vez que Madrid es como un poblachón, una especie de pueblo gigante que tiene un río chiquito pero que tiene el cielo más infinito. Hoy, y desde hace unos cuantos días, Carabanchel se parece mucho a un pueblo. En verdad, para las que “no tenemos” pueblo y habitamos estas calles, lo parece muchas veces; con sus casas bajas, sus fachadas antiguas, sus pastelerías que se resisten al insoportable cambio, sus vecinos conocidos. Pero estos días, en los que hemos dejado en paz a las calles y los parques, estos barrios desprenden un olor especial; uno que no reseca la nariz ni molesta al respirar. Carabanchel huele a pueblo y la primavera, con la ayuda del parón impuesto, nos pone tras las ventanas un cielo que es, como el del resto de Madrid ahora -supongo-: infinito.


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