jesus El greco
jesus El greco

Jesus, personaje mitológico

Después de los griegos imperaron los romanos. Y en la pequeña localidad de Nazaret nació Jesús. Como su padre era carpintero en una época en que la madera era un material de construcción primordial, él y sus hermanos pudieron ir a una buena escuela. Pronto sobresalió Jesús en la asignatura de textos sagrados.
SalomeYa era todo un mozo cuando se alistó en la rigurosa secta del famoso profeta Juan Bautista, quien se pasaba el día exhortando a sus correligionarios judíos que cumpliesen fielmente todas y cada una de las 613 leyes que les dejó por escrito su Señor (su Baal) para que éste se animase a señalar al Mesías, un príncipe 100% humano que libraría a los judíos de sus opresores y restauraría su propio y mítico imperio.
Cuando al pobre Juan le cortaron la cabeza por orden de Salomé, su secta se fragmentó, quedando una parte bajo el mando de su mejor discípulo, Jesús, quien continuó la labor de su maestro predicando la inminente llegada de la era mesiánica. Esta era vendría a ser un periodo de mil años durante los cuales los judíos que hubieran sido fieles a las 613 leyes de Yahveh gozarían de lo lindo, a todo lujo, en la tierra prometida.
Como todo buen judío estricto, Jesús consideraba seres impuros de segunda categoría a las personas no creyentes en su celoso y colérico dios, y por lo tanto descartaba a éstos del disfrute de los placeres del inminente paraíso terrenal. Y es que el hermano y el prójimo a quien Jesús instaba a amar como a uno mismo era —exclusivamente— el correligionario judío. Las ideas político-religiosas de Jesús también incitaban al pueblo a rebelarse fiscal y bélicamente contra el Imperio Romano, porque su reino sí que era de este mundo: de Palestina, en concreto.
Una parte del explotado e ignorante pueblo —que deseaba la revolución— se vio cautivada por las virtudes comunicativas y por la figura del atractivo y erudito joven que a la sazón se encontraba en la plenitud de la vida. Su magnética y firme convicción confirió la fuerza psíquica necesaria para sanar a muchos de los enfermos que se acercaron a él y, agradecidos, le adoraron. Aquel flujo de emociones amorosas estimuló el amor propio del joven predicador hasta el punto de llevarle a creer que él mismo era el mítico Mesías.
Pero las oligarquías judías, aliadas con los poderosos extranjeros, disfrutaban de la estabilidad económica y comercial que les brindaba la “Unión Europea” de aquellos tiempos, y no querían que nadie perturbara el statu quo. A su vez, los romanos imperiales no querían perder la propiedad de aquella costa del Mare Nostrum por la cual discurrían las vías comerciales con Oriente y el sur de África, y castigaban con severidad cualquier insurrección que pudiera hacer tambalear el precio de las exóticas mercancías.
Por eso se lo cargaron, por atentar contra el orden establecido, por poner en peligro la estabilidad económica de las oligarquías judías y romanas; no porque afirmase que era Yahveh o hijo suyo —en el Imperio se respetaba la libertad religiosa—, sino porque pretendía ser el Mesías, el Cristo, el Ungido, el descendiente del mítico rey David que traería consigo la independencia nacional y la era mesiánica.
No pudo conseguirlo: le capturaron en el huerto de Getsemaní con las armas en la mano cuando se preparaba para atrincherarse en el Templo de Salomón. Jesús y los suyos habían pasado la noche en vela esperando la aparición de un ángel del Señor que, según su interpretación de las escrituras, les ayudaría a conseguir sus bélicos propósitos. Pero llegaron antes los romanos, quienes, amén de estar mejor militarizados, tenían espías por todas partes.
El juicio fue rápido. La crucifixión la condena, una pena de muerte lenta y dolorosa que el Imperio reservaba exclusivamente para los insurgentes y sediciosos, para aquellos que osaban desestabilizar el sistema político-económico imperante. Murió.
Sus seguidores se quedaron desolados y aturdidos con la aciaga noticia, pues la defunción de su líder constataba que éste no había sido el verdadero Mesías, sino uno falso. La madre y la esposa de Jesús y sus doce lugartenientes se percataron de que la comunidad de hombres y bienes de su maestro —y ahora suya— estaba a punto de escindirse. Pero, como no querían perder el estatus material y social que ésta les proporcionaba, una noche oscura robaron el cuerpo sin vida de su tumba, lo escondieron quién sabe dónde y a la mañana siguiente presentaron el sepulcro vacío al conjunto de la comunidad.
— ¡Yahveh se lo ha llevado consigo al cielo, como ya hiciera con el patriarca Henoc y con el profeta Elías, por su gran fidelidad a las leyes divinas! —proclamaban los apóstoles—. ¡Pero pronto volverá y esta vez logrará la victoria sobre el impío invasor!
Aquella burda mentira bastó para convencer y consolar a una parte de los compungidos seguidores del nazareno, así que esperaron unidos el regreso inminente de aquel a quien seguían creyendo el verdadero Mesías. No por ello dejaron de ser judíos; es más, creían que ellos eran los mejores judíos y buscaron denodadamente en sus sagradas escrituras las palabras divinas que confirmasen que su creencia era la ortodoxa.
Junto a los primeros judeocristianos había un pequeño grupo de no-judíos simpatizantes de la religión Yáhvica que se vieron atraídos por la leyenda de Jesús. Éstos estaban de acuerdo con guardar obediencia a los diez mandamientos, pero las restantes 613 normas les parecían demasiado engorrosas, y la circuncisión, especialmente, un tormento infranqueable. Así que se agruparon en una secta propia, ajena a la de los judeocristianos, y buscaron en los mismos textos sagrados las palabras divinas que confirmasen que su creencia era la ortodoxa.
Ellos fueron los primeros cristianos, ellos (con san Pablo a la cabeza) divinizaron al hombre Jesús según el modelo platónico y tergiversaron sus palabras hasta el punto de despojarle de casi toda su judeidad. Tomando unas pocas ideas éticas de aquí, tomando otras tantas nociones teológicas de allá… compusieron un cuerpo doctrinario confuso, caótico y contradictorio, pero efectivo al fin y al cabo, pues convenció de su certeza a una porción importante de las masas incultas de las ciudades.
A ello contribuyó la estrategia de marketing de la nueva religión de diseño, pues ofrecía precios más baratos que la competencia, tanto en el perdón de los pecados como en el acceso al paraíso post mórtem. Además los trámites de inscripción salían completamente gratis. Con una oferta como ésa no es de extrañar que el cristianismo se hiciera rápidamente con una envidiable cuota del mercado de la fe, sobre todo entre el sector de los más pobres.
José Miguel Alvarado Atienza


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