RELATOS PREMIADOS DEL II CERTAMEN LA HIGUERA OPAÑELERA

Como ya avanzamos en el número anterior, publicamos en esta edición los relatos ganadores de las dos categorías del II Certamen de relatos La Higuera Opañelera. El ganador de la categoría de 11 a 15 años fue Un día cualquiera, escrito por "Rosas Rojas" (Carlota Coelho de la Rosa), del colegio Vedruna; y el de la categoría de hasta 10 años fue El reino de las cigüeñas, escrito por "Capitán 14", del Colegio Arcipreste de Hita. Nuestra enhorabuena a los premiados y a todos los participantes por atreverse a descubrir un placer como el de la escritura, tan maravilloso que hace posible otro no menos mágico: el de la lectura.
 

Un lunes cualquiera

'Rosas Rojas' (ganador 11-15 años)

Todo empezó un lunes. Sabía que los lunes eran conocidos casi mundialmente como el peor día de la semana, pero en mi caso sería el mejor día de mi vida. Al llegar a casa del colegio, estaba muy ilusionada. Mi madre se fue a la guerra como cirujana del Ejército, en Iraq. Se fue hace tres meses. Realmente no entiendo el motivo de su ida, ella es una gran cardiocirujana, supongo que pensó que ahí, con la adrenalina, trabajaría mejor. Quizá tiene algo que ver con la muerte de papá; desde que se fue nada es igual. Bueno, da igual el motivo de su ida, lo que me importa ahora es que va a volver hoy, por fin, después de tres largos meses.

Aún no me he presentado: soy Jane, Jane Curie. Nací en Chamonix-Mont-Blanc, Francia, pero a los cuatro años vine a Seattle, Washington, que es donde resido actualmente. Estoy cursando 3º de ESO, y creo que a la vez entrando en depresión, no sé, todo es raro desde que se fue papá. Cada vez bajo más mis notas escolares, me dan menos ganas de atender y entender, solo quiero verle. Nací con un bisturí en la mano, así que por supuesto iré a la facultad de Medicina, para ser cirujana. Me gusta dibujar, voy a ir a una academia de bellas artes. Papá estará orgulloso de mí cuando vaya. También toco el piano, me enseña mamá. Ahora estamos a finales de curso, quedan cuatro exámenes para acabar todo, después me iré con mamá de vacaciones, espero que a la playa.

Después de esta pequeña interrupción, sigo contando mi lunes. Al llegar a casa y comer, hice los deberes, leí algo y bailé con Karen. Es muy amiga de mi madre, es como mi tía, se ha encargado de mí estos tres meses.

Sobre las 20:00, al oscurecer, llamaron a la puerta. Bajé corriendo las escaleras mientras gritaba a Karen: “¡Voy yo!”. Cuando abrí la puerta no vi a mamá, eran dos hombres del Ejército, sabía que eso iba a significar algo malo… Saludaron: “Buenas tardes, ¿la casa de Lauren Curie?”, dijo uno de ellos. Me quedé muy impactada, callada durante al menos dos minutos. Al no oír ruido, Karen fue a la puerta, a ver qué pasaba. “Ka... Ka... ren. No es… ma… ma… ma…”, yo solo pude balbucear eso. Una lágrima cayó por mi mejilla sutilmente, me imaginaba que mamá se quedaría en el Ejército más tiempo, quizá que estaba muerta. Karen habló: “¿Quiénes son? ¿A qué han venido? ¿Dónde… Dónde está Lauren?”, dijo ella, muy preocupada. “Señora, ¿podemos pasar?”, dijo el más alto. “Sí…”, prosiguió Karen.

Uno de ellos se quitó el sombrero. Acto seguido lo hizo el otro. “Lamentamos tener que comunicar esto…”, dijo el otro hombre, el que le acompañaba.

Después de hablar, el hombre empezó a llorar levemente, y caí en quién era. En las pocas llamadas que hacía con mamá, había a veces un hombre, el coronel Hunt, un gran amigo de mamá. Como él no podía hablar, siguió el otro. Pude ver su apellido en la placa: Robbins. Bueno, Robbins miró a Hunt con cara de malas pulgas, y prosiguió él: “Lo que el coronel quería decir es que lamentamos comunicar que durante el viaje de vuelta hubo un bombardeo, el avión que trasladaba a los soldados y los cirujanos cayó, algunos murieron, y otros aún están en el Northwest Hospital. Hay quemados y heridos muy graves, por ese motivo no reconocemos a algunos pasajeros. Por lo tanto, tendrán que ir ustedes a comprobar si Lauren está ahí”. Lo dijo muy serio, yo me asusté mucho. “Muchas gracias, iremos en un rato”, fueron las palabras exactas de Karen. Una vez solas, me dijo: “Debemos ir a ver si está, hay que tener fe”. Lo dijo porque ella es bastante creyente.

Subí a mi cuarto disgustada. Soy atea, no tengo fe: tengo esperanza. Cogí un pantalón gris de cuadros y me puse un top negro que encontré en la silla del escritorio, junto con mis zapatillas negras. Fue lo primero que encontré. Bajé y me senté en la sillita del recibidor para esperar a Karen. Caí en que no me peiné, así que cogí una goma y me hice un pequeño recogido sencillo y rápido.

Cuando bajó, no hablamos, solo nos miramos. Salimos de casa, fuimos en silencio caminando rápido al coche, y en unos 10 minutos ya estábamos en el hospital. Y ahora, aquí estamos explicando todo a la recepcionista. Nos ha mandado a la unidad de Quemados. Al llegar hablamos con una enfermera: como hay más de una persona del accidente, nos hizo preguntas, color de piel, longitud del pelo, grupo sanguíneo, etc. Mientras Karen contestaba, yo observaba. Vi a un chico, igual que yo, supongo que un año mayor. Él me miró a mí. Es guapo, moreno, estatura normal para los años que aparenta, viste de negro. Pasaron unos minutos mirándonos de manera intensa, sin gestos faciales. De repente, Karen gritó: “¡Santo cielo, Lauren! ¡Está viva, está viva!”. Lo dijo mientras me apretaba el hombro con ilusión.

Al oír su grito, despegué la mirada de él y miré a través de un ventanal a una chica vendada por casi todas partes, con media cara quemada y el pelo ondulado y pelirrojo. El pelirrojo de mi madre y el mío son distintos: el mío “brilla” más, eso dice mi madre, yo simplemente digo que es más claro. Supe que era mamá por el pelo. Entramos en la habitación. El cirujano nos explicó cómo iban a intervenir a mi madre. Cuando llegamos estaba dormida. No escuché nada, ni pregunté; escuchaba voces, pero no dejaba de pensar en él, en ese chico misterioso. He pensado en lo peor que le podría pasar a mi madre, pero me di cuenta de que eso me deprimía más y me angustiaba, así que pensé en él. No sé por qué, ni cómo, pero realmente aún noto su mirada en mí. Fue algo extraño, pero me ha gustado.

Empezó a pitar una de las máquinas, rápidamente levanté la mirada y dejé de pensar en la suya. El cirujano nos echó de la sala y entraron varias enfermeras; el mismo cirujano comenzó a gritar: “¡Carro de reanimación! ¡Deprisa, se nos va, se nos va!”. Cuando oí eso se me paró el corazón unos segundos. Me quedé muy impactada. De repente, alguien cerró la cortina del ventanal; ya no vimos nada.

“Mira, ya sale”, le digo a Karen. “Lo siento, hay un fallo, hay que llevarla a quirófano”. Karen miró al cirujano con rabia y pena.

Pasaron unas cuantas horas de eso. Karen no pudo evitar dormirse, así que cogí unos cinco euros de su cartera y bajé a la cafetería. Le dejé también una nota, por si se despierta. Al salir del ascensor vi a ese misterioso chico: estaba sentado en una mesa, con café. No sé cómo ni por qué, pero es que cada vez que le veo el corazón me late más rápido de lo común, y me pongo nerviosa y estoy casi segura de que me sonrojo un poco.

No soy muy de café, pero en un día como ése lo necesitaba urgentemente. Después de esperar casi diez minutos de cola, por fin conseguí mi café con leche. Al darme la vuelta para buscar sitio observé que no había mesas vacías. Eché un último vistazo, y ahí estaba él, mirándome. Movió la cabeza hacia un lado invitándome a sentarme con él. Acompañó ese movimiento con una ligera sonrisa. Él también tenía las mejillas un poco sonrojadas. Normalmente pasaría de ese “extraño” y me subiría al ascensor. Pero no fue así, sentía que le conocía, tenía un pálpito, así que escribí a Karen un mensaje: “Estoy en la cafetería, me he encontrado a un amigo, estamos tomando un café”. Me dirigía hacia él; pensé que era una locura, pero sentía como si nos conociéramos de toda la vida. “Hola, ¿cómo te llamas?”. Su voz estaba medio ronca, me encantó.

No puede ser, le interesa mi nombre. Vale, voy a tranquilizarme y contestar normal. “Bien… digo, Jane Curie. ¿Y tú?”. Al acabar de decirlo, solo pude pensar: “vaya cagada”.

Soltó una breve carcajada, muy simpática, y dijo: “Yo Matthew Miller. Te noto algo nerviosa. ¿Por qué estás aquí? Yo por mi tío, era un soldado y está grave, ya sabes, por el accidente. Pero ya está mejorando mucho”. Noté cómo empecé a sonrojarme. “Yo estoy aquí por mi madre: es cirujana y está muy grave, la están operando ahora; bueno, lleva ya unas cuantas horas en el quirófano”. Al decir eso me entristecí un poco más.

“Veo que te gusta el café, ¿es tu primer café del día?”. Se notaba que bromeaba: vio mi cara de medio-asco al tomar el primer sorbo. “No, en realidad apenas me gusta el café, solo que en un día como hoy lo necesito”. Después sonreí.

A los segundos de acabar la frase, noté una vibración del móvil. Era Karen, enviándome para que suba, porque que en breve acaban la operación. “Me... me tengo que ir, han acabado de operar a mi madre”. Salí casi corriendo.

Ya me estaba dirigiendo al ascensor, pero escuché una voz: “¡Espera! Subo contigo”. Era Matthew. Eso me alegró un poco.

Estábamos en el ascensor, yo muy nerviosa, con los ojos llorosos. Matthew lo notó. “Tranquila, seguro que todo irá bien”, me dijo. Asentí con la cabeza, y noté su brazo por mi hombro: trataba de consolarme. Eran 14 pisos, así que apoyé mi cabeza sutilmente en su hombro durante ese tiempo. Llegamos y vi a Karen: “Karen, éste es…”. “Matthew, un gusto conocerla, soy amigo de su… de Jane”, me cortó en medio de la frase. Le miré desconcertada, no me dejó acabar la frase.

Salió el cirujano. Tengo un truco para saber si ha ido bien o mal: si algo ha ido mal vienen serios y tardan unos segundos en informar. Si han perdido a la persona, comienzan con “hicimos cuanto pudimos, pero…”. Empezó a hablar: “Hicimos cuanto pudimos, pero lamentamos decir que hubo complicaciones. Lauren ha fallecido”, dijo el cirujano, para desgracia mía.

Comenzamos a llorar. Bueno, yo empecé a llorar antes, justo cuando escuché “Hicimos cuanto pudimos”. No sé por qué, pero instintivamente no pude evitar girarme, y ahí estaba él. Cuando le miré llorando me perdí en su mirada y a la vez sentí que me consolaba. No pude evitar tirarme a sus brazos. No sé cómo, pero sabía que me iban a envolver con ternura, tenía la certeza de estar segura en ellos. En el momento que reflexioné sobre lo ocurrido, dejé de ser atea por unos minutos: solo quería que mamá estuviera en el cielo, junto a papá.

Han pasado unos días, hemos donado los órganos de mamá y después la incineramos, como ella siempre quiso. Me enamoré de Matthew, se lo dije y salimos desde hace ya unos tres meses y medio. Me gusta mucho. Karen sigue cuidando de mí. Yo al fin tengo mis quince años, Karen, Matthew y yo lo pasamos juntos en la playa, en un pequeño bungalow de una playa muy cristalina. Me di mi primer beso con él. Cumplió 16 años. Karen dice que somos la representación del “amor verdadero”.

Son las 8:00. Llevo el collar de mamá, un vestido negro sencillo y con un toque elegante, unos tacones de 3 cm y el pelo suelto. Estoy agarrada de la mano de Matthew; él lleva una camisa negra muy sencilla, pantalón vaquero negro y zapatillas negras de vestir. Karen está al lado, con un vestido que tiene unas sutiles transparencias muy bonitas, unos tacones un poco más altos que los míos y un recogido sutil.

Mamá siempre quiso ser incinerada, y así fue. Le encantaban la cirugía y el mar, así que en honor a sus dos pasiones le hacemos un segundo entierro. Fuimos al hospital Seattle West, donde comenzó su carrera, en el quirófano cuatro, donde hizo su primera operación en solitario. Vamos a decir unas palabras: “Mamá, en honor a ti, hacemos esto, un segundo entierro; y nos despedimos de ti, has sido la mejor madre; bueno, eso se suele decir. Pero gracias, has estado siempre apoyándome, y no dejarás de hacerlo nunca. Gracias, en serio”. Ésas han sido mis palabras. “Lauren, mi reflejo, mi mejor amiga, mi persona favorita. Me has ayudado en todo desde los 8 años, en aquel parque, ¿te acuerdas?”. Le está cayendo una lágrima. “Lauren Curie —suspiró—, no te he conocido, pero mi tío sí. Dice que eras risueña, buena persona y cirujana. Ojalá te hubiera conocido”, dijo Matthew.

Vamos a tirar la mitad de las cenizas en el lavabo, y abriremos el grifo. “Acabarás la vida donde empezaste a disfrutarla, o eso decías siempre tú”. Al acabar de decirlo noto cómo me caen lágrimas.

Hemos tirado ya las cenizas en el hospital, ahora vamos rumbo a Alki Beach. La otra mitad de sus cenizas irán al mar de la playa
donde conoció a papá.

FIN

 

El reino de cigüeñas

'Capitán 14' (Ganador hasta 10 años)

Érase una vez un reino al que las cigüeñas le traían todo lo que necesitaban. El reino crió a las cigüeñas y ellas le dieron las cosas. Cuando se hicieron mayores le daban todo lo que necesitaban. Hasta que el rey murió de viejo, y la reina también.

El hermano del rey y la hermana de la reina se casaron a propósito para gobernar el reino. Ellos eran avariciosos y al reino no les gustaban. Ellos pedían muchas cosas a las cigüeñas, más que los reyes anteriores. Eran 69 cigüeñas, hasta que una murió. A los reyes les daba igual, y fueron muriendo hasta que quedaron 19.

Había un ciudadano misterioso que hacía las cuentas de las muertes de todas las cigüeñas. Los ciudadanos se revolucionaban, pero... los reyes les amenazaban con cortarles la cabeza. A los guardias les daba igual lo que hicieran mientras les pagaran.

Las cigüeñas tuvieron hijos y sumaron 23, pero no podían hacer nada contra la avaricia de los reyes. Los reyes hacían trabajar a los bebés de las cigüeñas, incluso los aldeanos ayudaban para satisfacer a los reyes. Hasta que el rey le pidió a una cigüeña hembra un príncipe.

Cuando la cigüeña lo hizo, se encariñó del bebé príncipe y no se lo quiso dar. Pasaron los años y la cigüeña lo criaba como un hijo, es más, lo trataba como tal. Hasta que el rey amenazó con cortarle la cabeza a la cigüeña. La cigüeña, como tenía un ala agujereada, escapó corriendo.

El rey amenazaba a las otras cigüeñas con cortarles la cabeza si no le hacían caso. Y les dijo: “Traed a esa cigüeña lo antes posible”.

Todo el mundo la perseguía menos dos personas, el príncipe y el ciudadano misterioso. El príncipe lo intentó detener, pero falló en el intento. El rey tuvo piedad, y les dijo: “Te dejo tres días y tres noches para darme al príncipe, de lo contrario mataré al príncipe y a ti juntos, ¿entendido?”.

La cigüeña asintió asustada, y no sabía qué hacer. La cigüeña intento hacer planes, pero no funcionaban porque era una cigüeña y no tenía tantas capacidades como la mayoría de gente. Pasaron los tres días y las tres noches. El rey trató de matarlos, y el reino estaba preocupado por la cigüeña. Un día, el ciudadano misterioso se puso delante de él con un papiro lleno de números. El rey pregunto: “¿qué es ese papiro? ¿te importaría apartarte?”. “Esto es lo que debes por todas tus maldades”. Al final,
los reyes fueron a la cárcel
y el príncipe se salvó.

FIN



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