NO SE LO DIGAS A NADIE

 JESÚS FERNÁNDEZ Y JOSÉ MANUEL GARCÍA-RAMA

Están a punto de llegar las vacaciones, y estamos preparando nuestras armas.

Las melladas navajas y los roñosos clavos apenas podían excavar en la asaeteada pared donde estaban incrustadas las balas. Todos íbamos mostrando con orgullo nuestros preciados trofeos. Las herrumbrosas balas ya estaban en nuestro bolsillo. Unos pensaban que habría sido un “paredón” donde se fusiló, sin tasa ni medida, a los traidores a la República. Otros que cumplió la misma función, pero con el brazo ejecutor de las tropas franquistas. Algunos chavales sostenían que fue un sólido bastión de los milicianos ante el avance de Franco, probablemente estamos ante el escenario de una cruenta batalla cuyo resultado todos conocíamos. Esta última alternativa era la más verosímil. Un tío de Antonio afirmaba que aquellos campos fueron el frente.

▴ El Cine Imperio, ya convertido en discoteca. Hoy son viviendas. Foto: Memoria de Madrid

Mañana todos al manicomio a por piñas a la voz unánime. Todo transcurre con normalidad hasta que a Pepito se le ocurre intentar entrar por una puerta a beber agua y le salió un señor muy bien vestido. Pepito le dijo: “¿Es usted el portero?”, Y continuó con un grito horrible: “Yo he sido el que metido el goool… goool… gooool…”, a lo que el toque de retirada fue inminente, vereda por delante, a derecha la cárcel e izquierda el cementerio.

La tarde estaba al caer, y el grupo de muchachos volvía a casa, no sin antes saludar a voces a los enrejados habitantes de la vecina cárcel, y rápidamente surgieron ininteligibles gritos desde la amurallada mansión. La pronunciada cuesta abajo acelera la marcha del grupo hasta que hacia la izquierda del camino apareció el cementerio. Sumergidos en la incipiente penumbra surgieron los solemnes cipreses y la lúgubre ermita. Con gran facilidad, los muertos se convirtieron en el tema de la conversación. Los fuegos fatuos y horribles fantasmas coparon nuestras mentes. No faltó el listillo de turno que hablaba en la falta de cajones para esperar a la noche a la vera de una tumba. Un remedo de grito terrorífico, acompañado en el acto por un coro de alaridos, produjo la aceleración brusca de la marcha. Un “maricón el ultimo” provocó un largo sprint que no acabo hasta toparnos con el ancho y fresco chorro de la fuente de la Mina.

▴ El "estanque de las Brujas". Foto: Roberto Blanco Tomás

Aquí el rito se repetía día tras día: largos tragos e improvisados y traidores remojones. Tras las últimas sombras de las acacias asomaban las primeras casas de la calle Cinco Rosas. Los vecinos, con sus sillas y banquetas, tomaban el fresco. Hacia el fondo de la calle una áspera voz retumbó: “¡Pedrito!”. Con un “coño, mi padre”, Pedro hizo acuse de recibo y como alma que lleva el diablo voló hacia la voz. La cena esperaba, y la panda se fue dispersando por los portales, no sin antes concertar la cita para el próximo día. Las vacas estaban al caer, y afortunadamente ésos serían los últimos días en que los encuentros solo serían vespertinos.

Al día siguiente, la voz fue unánime: “¡Todos al Imperio!”. Habría que agenciarse invitaciones de descuento, y planeamos la estrategia de acción en la sala. Una vez dentro, todos arriba. Cuando el acomodador desapareciese, un comando partiría hacia el patio de butacas. Si las pelis eran un rollo, el incordie se iniciaría de inmediato, y si no era así, esperaríamos a la segunda sesión, con toses acompasadas y un diluvio de postas volando hacia la pantalla.

En aquella ocasión, la fiesta acabo pronto: el “Poco Pie”, un rudo e incipiente acomodador curtido en mil batallas con la División Azul en las que dicen que dejó el trozo de pie que le caracteriza, no tuvo gran dificultad en trincar a Pepito, y el camino de la calle se le abrió de inmediato. Por lo que pudiera pasar, nos quedamos quietecitos. Fue preciso conformase con aplaudir con fervor a los “casacas azules”, cuando al final enfilaron con valentía y nobleza a los impresentables indios.

Los cada vez más largos días fueron pasando. Entre tanto, la Enciclopedia Álvarez y el libro azul ya se habían ganado un merecido descanso. Las jornadas se presentaban sin trabas escolares y preñadas de aventuras.

La panda merodeaba, y se detuvo junto a la tapia de las monjas ante las aburridas miradas de los guardias de las garitas carcelarias. Mientras ascendíamos por un ribazo, Antonio se detuvo y nos indicó a todos la dirección del suelo. En principio nadie notó nada extraño, pero enseguida todos vimos, semienterrados, unos huesos bastante grandes.

Con palos y las propias manos la excavación se inició con ritmo febril. Pronto tuvimos ante nosotros un numeroso muestrario de huesos a los que íbamos asignando su ubicación en el cuerpo humano. No cabía duda: estábamos ante restos de un cadáver.

 C/ Monseñor Óscar Romero, antigua Cinco Rosas. Foto: R.B.T. 

La cercanía de la cárcel pronto nos hizo pensar que la muerte no había sido natural. Bien podrían ser los restos de un revolucionario comunista procedente de Moscú, que habría llegado a Madrid para ponerse al frente de la revolución, y por esa razón fue asesinado. La hipótesis se veía corroborada por la información que Radio España Independiente venía dando sobre la presencia de comunistas en Madrid y la inminente caída de la dictadura y que con seguridad eran los últimos coletazos del régimen. Parece ser que en casa de Paco la noche anterior, tras la paciente búsqueda en el díal de la vieja Telefunken, habían hallado algo parecido entre sobrios y emocionados llamamientos a salir a la calle en la voz de Paco Ibáñez.

Todo cuadraba perfectamente. había que proceder con extrema cautela. La consulta de los manuales al uso se imponía. La estrategia de Roberto Alcazar y Pedrín se desechó por unanimidad. Parecía más coherente adoptar la de Guillermo Brown y sus proscritos o incluso la de Tom Sawyer y su inseparable Huck.

El tiempo apremiaba y había que volver a casa. Las excavaciones y las discusiones continuarían al día siguiente. Había que guardar secreto, y el silencio quedo sellado mediante un juramento: “No se lo digas a nadie”. Efectivamente, al día siguiente la exhumación del revolucionario continuó, y la cercanía de los guardias de la cárcel y la certidumbre de que en cualquier momento aparecerían entre los huesos restos más definitorios de la personalidad del enterrado fue creando un ambiente de zozobra en los chavales más pequeños. Era de verdadero acojone.

La espantada estaba a punto de producirse. Mientras tanto, Pedro, ajeno al peligro, mostraba su peculiar irreverencia tratando de provocar al policía más próximo mediante berridos, aspavientos y contorsiones. El retorno a nuestras bases se produjo de forma rápida. Una vez recuperado el resuello procedía un juicio sumarísimo a Pedro por su enorme irresponsabilidad, que había puesto en grave peligro al grupo e interrumpido la investigación. Los cargos estaban clarísimos. El reo asumió su defensa con alguna que otra patada y abundantes puñetazos. Por fin, fue reducido y atado al potro de tortura, Un árbol frente a la Cruz de los Caídos fue el lugar escogido. Una infamante ristra de ajos le rodeaba el cuello. “¿Quién tiene cerillas?”. Pronto una ligera humareda se acercó al reo. Casi tostado, aunque con ademanes extremadamente recientes, fue liberado por la diligente interrelación de jueces y verdugos. Ni “Cochis” y sus secuaces lo habían hecho tan bien.

Estamos en otro día del verano, y subidos en la tapia de las monjas la cárcel nos cae a un lado. Pedro hace ademán de saltar. Las monjas trabajan en la huerta escoltadas por dos perros lobos. A un lado, el hermoso estanque de las Brujas con sus solemnes cipreses. Pasaron los días, y las heridas producidas por severísimo juicio quedaron restañadas. La panda mostraba de nuevo una total cohesión. La investigación se reinició. Por fin, un hallazgo fue decisivo. La mandíbula salió a la luz.

Los pertinentes exámenes periciales determinaron por unanimidad el diagnóstico de que el revolucionario tenía el mentón muy prominente. O bien una cabra, o un burro, habría sido el poseedor de dicho mentón. Muy a nuestro pesar, la segunda opción parecía la lógica.

Una ambigua sensación quedaba en el aire. Por una parte, no nos veríamos perseguidos por oscuros y malvados agentes, pero por la otra habíamos perdido excelente ocasión de demostrar quiénes éramos y de lo que éramos capaces.

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