En aquella época pasábamos mucha hambre

 Amal Marugán, vecino de Carabanchel desde 1944, ha escrito un apasionante relato autobiográfico, aún inédito, que nos muestra de fondo la evolución del barrio

ROBERTO BLANCO TOMÁS

Amal Marugán es vecino de Carabanchel desde el año 1944. Él se define como “un principiante de escritor, pintor y decorador de porcelanas”. Hoy le traemos a estas páginas porque ha llegado a nuestras manos un trabajo suyo que nos ha encantado. Se trata de un libro autobiográfico, aún inédito, testimonio vivo de una época especialmente dura. Con un ritmo trepidante y narrado con gracia, nos parece que constituye un auténtico “dulce literario” para que una editorial del barrio o alguna asociación lo edite. El guante está lanzado, y mientras esperamos a que alguien lo recoja, hemos mantenido una charla de lo más agradable con Amal en su casa del Tercio Terol.

¿Cómo te surgió la idea de escribir Las cuevas de San Isidro?

Muchas veces te pones a escribir para olvidar otras cosas más desagradables… También porque te dices: “voy a contar lo que yo he pasado, para que lo sepan los futuros habitantes del planeta o de España”… Que sepan, por ejemplo, que las guerras no son buenas…

¿Cómo llegas al barrio?

Yo nací en 1934. Mi familia llegó a Madrid antes de la guerra procedente de diversos sitios: de la provincia de Toledo, de Extremadura… A Madrid venían de todas partes: mi mujer por ejemplo vino de Jaén. Cuando ya acababa la guerra, en esa vorágine, mis padres me abandonaron, porque mi padre era republicano y además conocido. Entonces mi madre se llevó a mis dos hermanos más pequeños, y era mucho… Mi abuelo materno no quería llevar tantos chicos, y dijo que alguien se llevara otro, que fui yo. Entonces fuimos a parar a Usera, a una casa muy humilde, y allí me tuvo mi tío Federico, al que yo llamo “Pelegrín” en el libro. Me he tomado alguna licencia en el libro como cambiar la mayoría de los nombres, pero sin desviarme del meollo del asunto…

Al comenzar el libro te encontramos con tu tío viviendo en una cueva en Carabanchel…

Sí, en las cuevas que había ahí... Luego, cuando hicieron la Vía Carpetana, las suprimieron. Eran muy feas, muy humildes… El Camino de las Ánimas es lo que era antes la Vía Carpetana: un camino muy triste, de barros… Casi estábamos incomunicados con Madrid por esta parte, porque no había carretera… Aquello era antes de que Madrid anexionara los Carabancheles, que eran dos pueblos.

¿Qué recuerdos tienes de aquella época?

Más bien tristes: no tenía padres, pasaba mucha hambre… Unas sardinas asadas nos comimos un día a la puerta de la cueva, que nos supieron muy ricas, y apartamos las raspas para el postre…

En tu libro aparece el accidente del tranvía que cayó del puente de Toledo en 1952, que hace tiempo tratamos en este periódico, y mi sorpresa al leerlo ha sido descubrir que eres un testigo presencial del mismo, porque tú ibas en ese tranvía y saltas… ¿Cómo recuerdas aquello?

Pues tal y como lo describo en el libro: iba en las ventanillas y nos tiramos mis amiguetes y yo… Porque si no nos tiramos nos habría pasado lo que a los demás: nos habríamos matado. Éramos topistas, que se decía, porque no pagábamos nunca: íbamos en las ventanillas o en el tope, de ahí la expresión. A mí el tope se me daba muy mal, no me apañaba, y prefería la ventanilla… Pero bueno, éramos topistas, y claro, tenías una habilidad que te tirabas y seguías corriendo sin caerte: la práctica… Si se tiraba una persona no avezada en ello se podía matar del porrazo, porque el tranvía llevaba una velocidad cuesta abajo… Por eso se salió de la vía: se quedó sin frenos, siguió y cayó puente abajo… Una carnicería… Entre los muertos estaba el Ciri, un carterista del barrio que también aparece en el libro…

En esa parte, tu relato de los hechos es puro periodismo, como una crónica superágil… Y hay un momento sobrecogedor: esa sensación que describes nada más tiraros del tranvía, cuando éste rompe la barandilla, cae al vacío y vais oyendo todos los ruidos de la tragedia (gritos, chirridos de metal, crujidos), pero aún no os habéis asomado…

No nos atrevíamos ni a asomarnos, porque te imaginas lo que vas a ver… Y no quieres verlo, pero al final tienes que hacerlo: no te vas a ir sin mirar… Así que nos asomamos y bajamos para intentar echar una mano en lo que pudiéramos, hasta que, enseguida, llegó gente más avezada que nosotros para ello…

La verdad es que el libro está lleno de momentos tremendos… Era una época dura…

Sí, a mí por ejemplo me impresionó mucho la muerte de mi amiguito, que era de mi edad… Murió de las consecuencias de pasar hambre, lo que hace que se desarrollen enfermedades… Era mucha gente la que moría entonces de eso…

Y se comía lo que se pillaba: si se conseguía atrapar a un gato era un festín…

Sí [risas]… Era un privilegio enganchar uno… Yo tenía un amigo que era lechero, y cuando iba a descargar en esos patios de Madrid tan sombríos, veía allí gatos ya preparados, despellejados, para servírselos a los clientes… que no sabían que era gato, claro: les vendían “gato por liebre”… No pasaba nada: es que ahora la gente es muy melindres, no está acostumbrada.

Hacíais trabajos diversos para subsistir: un puesto en el rastro, esquilar ovejas…

Sí, lo que salía… Arreglar las sillas… No se tiraban las cosas como ahora: se exprimían al máximo… Luego, muy poco a poco, fuimos prosperando, y después entré a trabajar en un taller de porcelana, decorando las figuras… Allí estuve hasta los años ochenta, cuando cerraron la fábrica y todo el mundo fue a la calle.

Porque tú, además de escribir, pintas…

Sí, y siempre me ha gustado mucho el orientalismo, bastante presente en mis cuadros. He vendido mucho, aunque hace años que ya no vendo… Pero no admitía encargos: yo disfrutaba pintando, y pintaba lo que quería… Hombre, a veces me podían orientar un poco, pero luego lo hacía como me parecía mejor.

 

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