Isabel Zendal, la primera enfermera de la historia en misión internacional

 (1ª parte: los preparativos) 

Ésta es la historia de Isabel Zendal Gómez, la enfermera que da nombre al último hospital construido en Madrid. Crisis como la del coronavirus pueden servirnos para poner la vista en el pasado y ver cómo, también en otras ocasiones, el ingenio y el esfuerzo de otras personas han sabido solucionar situaciones sanitarias muy complejas.

Isabel nació en 1771 en la parroquia de Santa Marina de Paradas, del municipio de Órdenes, pequeño pueblo de La Coruña. Su familia era pobre. Sus padres eran agricultores e Isabel era la segunda de nueve hijos, tres de los cuales no lograron superar el primer año de vida. Su origen humilde no hacía presagiar el papel fundamental que iba a desempeñar como enfermera para la salud comunitaria en la España de principios del siglo XIX.

Fue la única de la familia que asistió a clases particulares con el cura de la parroquia. Una formación temprana y poco común para una mujer joven de su clase social, que posiblemente influyó de manera determinante en su trayectoria posterior. De igual manera, tuvo un fuerte impacto en su vida la prematura muerte de su madre, cuando ella solo tenía 13 años, a causa de la viruela, una de las enfermedades más mortíferas en la historia de la humanidad.

Isabel superó las barreras de clase y género para formarse como auxiliar de medicina y enfermería trabajando en la Casa de los Expósitos del Hospital de Caridad de La Coruña, y en 1800 fue nombrada rectora. Su función allí era la de cuidar de los huérfanos de entre siete y catorce años a cambio de una escasísima remuneración. Niños que, por su condición, no quería nadie; excepto Isabel, que llevó a su propio hijo Benito, de diez años, a quien crio como madre soltera.

El doctor Edward Jenner y la vacuna de la viruela

La viruela era una enfermedad vírica que se había llevado consigo la vida de cientos de millones de personas en todo el mundo, incluidos faraones, zares y reyes. Conocida como “el ángel de la muerte”, se extendía por los cinco continentes como un reguero de pólvora. Eran pocos los que sobrevivían para contarlo, la viruela era letal. Se calcula que en aquel momento podía llegar a matar a 400.000 personas al año, y los que sobrevivían sufrían importantes discapacidades de por vida.

A finales del siglo XVIII el médico inglés Edward Jenner observó que las campesinas que ordeñaban vacas nunca padecían la viruela. Tras varios ensayos, llegó a la conclusión de que inocular el fluido de las heridas de la viruela que desarrollaban las vacas en las personas era un método eficaz de prevención contra la enfermedad.

En 1796 consiguió probar la eficacia de una vacuna contra la viruela. De las vacas nacía así la primera vacuna de la historia, de ahí su nombre. Esta técnica era conocida como “variolación”. Consistía en extraer líquido de las heridas de una persona que estuviera en la última fase de la enfermedad e inoculárselo a otra persona mediante un corte en el brazo. El receptor se infectaba, pero rara vez moría, al recibir una dosis reducida del virus.

Francisco Javier Balmis, médico de la corte de Carlos IV y médico personal del rey, estaba al tanto de los éxitos obtenidos por su colega inglés. Y persuadió al rey, cuya hija, la infanta María Teresa, había muerto a los tres años víctima de la viruela, y también un hermano, para que financiara una expedición sanitaria internacional que llevara la vacuna a los territorios de ultramar (América Latina y Filipinas). Comenzaba así la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, el heroico viaje que supuso un hito en la historia de la medicina.

Los 22 niños del hospicio

¿Pero cómo se transportaría la vacuna para que llegara en condiciones adecuadas al otro lado del charco? La travesía iba a ser larga, y a principios del siglo XIX no existían neveras que pudieran asegurar una buena conservación del fluido. 22 niños huérfanos que no hubieran pasado la viruela harían la función de portadores vivos de la vacuna. Sin que su vida corriera peligro, se les iría inoculando el virus de la viruela de unos a otros sucesivamente, cada 9 o 10 días, haciendo de correa de transmisión para que la vacuna llegara a su destino en condiciones óptimas y poder propagarla así por el continente americano. No se buscaron voluntarios para esta cadena humana del virus. Era el principio del fin de la viruela, y el inicio de las campañas de vacunación y de la cooperación sanitaria internacional

Fue en este momento cuando el doctor Balmis pidió permiso al rey para incorporar a Isabel Zendal a la expedición en calidad de enfermera. Sería la encargada de asegurar la salud y el bienestar de estos preciados integrantes de la expedición, y de que a los pequeños no les faltaran los cuidados, el amor, el apoyo y el cariño necesarios para llevar a cabo la proeza de aquel viaje.

La propuesta de Balmis supuso para Isabel un reconocimiento social, ya que percibió el mismo sueldo que los demás enfermeros hombres, y la posibilidad de salir de su reducida realidad del pueblo que, junto con sus circunstancias, la condenaban como a muchas otras mujeres a una existencia limitada al trabajo y al cuidado de los hijos. También, al embarcarse en aquella misión épica, Isabel Zendal se estaba convirtiendo en la primera enfermera de la historia en misión internacional.

Isabel dejó su puesto de rectora para hacerse cargo de estos 22 niños, todos ellos provenientes de hospicios: 6 de Madrid, 11 de La Coruña y 5 de Santiago de Compostela. El más pequeño tenía tres años, y el más mayor apenas nueve. Entre estas valientes criaturas se encontraba también su hijo. Uno de ellos falleció durante el viaje.

Las normas de la Real Expedición indicaban claramente el cuidado que los niños debían recibir: “serán bien tratados, mantenidos y educados, hasta que tengan ocupación o destino con que vivir, conforme a su clase y devueltos a los pueblos de su naturaleza, los que se hubiesen sacado con esta condición”. Cada niño recibía un hatillo que contenía dos pares de zapatos, seis camisas, un sombrero, tres pantalones con sus respectivas chaquetas de lienzo y otro pantalón más de paño para los días más fríos. Para el aseo personal, tres pañuelos para el cuello, otros tres para la nariz y un peine. Y para comer, un vaso, un plato y un juego completo de cubiertos. Ninguno de ellos regresó a Galicia.

(Continuará…)


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