Se invierte en una educación que después no siempre encuentra salida.
El coste formativo para la Administración es inmenso, fruto de un esfuerzo colectivo sostenido durante más de dos décadas: educación infantil, primaria, secundaria, universidad, becas, recursos, orientación... Todo pensado para que ese estudiante pueda tener un futuro mejor. Pero si a la inversión pública le sumamos el elevadísimo coste que soporta la familia en el día a día, incluyendo manutención, material y otros gastos, la magnitud del esfuerzo económico total resulta indiscutible.
Recuerdo aquellas épocas en las que el alumno tenía que aprender los ríos de memoria; los trabajos en grupo dentro de una biblioteca, donde el bibliotecario te llamaba la atención constantemente. Un inmenso esfuerzo económico, de tiempo y personal.
Llegan los jóvenes con una gran formación a los veinticinco años, con una gran capacidad formativa: doble grado, tres idiomas y muchos otros conocimientos. Pero vuelven a empezar de nuevo. Siguen en la casa de sus padres mandando currículums que no reciben respuesta. Si la tienen, podría ser unas prácticas con salario bajo o un trabajo en algo distinto a su formación, nada que ver con lo que estudió.
Puedes darte cuenta de que el sistema educativo funciona, pero el mercado laboral no está preparado para acoger a los miles de titulados que produce cada año.
Cuando caminas por el barrio, te encuentras con carteles pegados en la pared, pegatinas en los semáforos y camisetas luchando por la escuela pública. Pero se echa en falta la atención a la situación de los universitarios que, tras tanto esfuerzo familiar, pasan a no hacer nada.
Después viene fichar en el negocio añadido de los másteres, que supone una carga económica adicional insostenible para muchas familias.
Los jóvenes escuchan todos los días que lo mejor es salir fuera de España o la opción de opositar. Ahora toca irse o competir por una de las plazas públicas que salen en la Administración. Mientras tanto, la juventud se prolonga en el tiempo, sigue con pocas opciones de trabajo digno, un trabajo estable que empiece a aportar experiencia laboral y autonomía.
La educación siempre será un bien fundamental y necesario para poder avanzar un país. Pero sin empleo digno, sin políticas activas de inserción y sin un tejido económico que valore el talento formado, esa inversión —pública y, sobre todo, familiar— se convierte en un sacrificio incompleto.
“Educar cuesta, perder al educado cuesta el doble.”
Firma foto: Universidad Pablo de Olavide



