Las aventuras de una okupa salvadoreña en Madrid (capítulo II)

Una Okupa Salvadoreña

 

Clara era la única mujer de siete hijos de la pareja. Ya desde los diez años reventó en ella una especie de llamarada que no solo quemaba, sino que enrarecía el ambiente a muchos kilómetros a la redonda. Aquel relámpago permanente salía de lo más íntimo de su ser, traspasaba la piel y se perdía en ecos confusos a muchos kilómetros a la redonda, convertido en un olor a nostalgia y que en algunos lugares superaba el hedor nauseabundo de la guerra.

Cuando escapó de las garras de su padre, quien la había deseado mucho antes que cualquier vecino, estuvo escondida en otros hogares del pueblo, cuyas madres suspiraban por la historia de acoso que contaba Clara, y se ofrecían a cuidarla. Pero muy pronto amanecía, su padre sentía su olor a sueño deshuesado y por intuición llegaba hasta su escondite. Clara también percibía su presencia, aun a mucha distancia, y escapaba irremediablemente por la ventana de atrás.

Era lo ideal, pues si se quedaba a dormir una noche más, con seguridad, el padre de la familia o el hijo mayor terminaría acosándola en las neblinas de la noche. Ese trajinar continuo por el peligro la volvió vivaracha y segura de cómo enfrentar aquel acoso que en últimas no era de su padre solamente, sino de una sociedad desgastada en el arte del malvivir, cuya rutina de pobrería salía a la superficie en forma de crímenes domésticos, sin mayores consecuencias públicas.

Clara llevaba siempre bajo el brazo un atado con dos faldas, dos camisas y ropa interior, una radio para escuchar las noticias de la guerra y un cuchillo de cocina sin afilar. Alguna vez tuvo que hacer uso del cuchillo para espantar a un jovenzuelo que se le cruzó en el camino entre dos poblados vecinos y le pidió que se fuera con él, primero de rodillas y después sujetándola por la fuerza. Ella sintió el peso y la amargura del turbulento joven, y no tuvo más remedio que sacar su cuchillo con cierta dificultad y urdirlo en el estómago del agresor. Nunca supo si la herida fue mortal, pues fue cuando se decidió a buscar a los rebeldes e ingresar en sus filas.

Clara siempre pensó que la guerra la hacían los seres tristes, porque siempre había encontrado algo de tristeza en todos los combatientes de la zona, incluso en aquellos momentos históricos en que el Gobierno parecía tener los días contados. Si ella era una niña triste, encajaría con aquellos guerreros clandestinos que habían desafiado a un Ejército Nacional equipado con mejor tecnología militar y asesorado por expertos en guerra de alta intensidad. De igual manera, ella podría desafiar a su destino de provocadora inocente y asumir otro camino, distinto a todos los que ya había probado hasta los 14 años.

Clara llegó al frente de guerra un miércoles de un agosto caluroso y pesado, a las dos de la mañana. No hubo entrevista. Le explicaron únicamente que había urgencia de combatientes para poner en marcha la estrategia final de la toma del poder. Le asignaron una carpa por cuyos rotos se veían las estrellas palpitando en el infinito. Hasta entonces no había sentido la necesidad de los recuerdos, pues nunca en ninguna parte se sintió segura, hasta ese instante que se supo a salvo del peligro masculino. Entonces los recuerdos afloraron, primero lentos y tristes, y después con un estruendo de pelea grande. No pudo dormir. Cuando los recuerdos tristes iban dando paso a las turbulencias de la memoria, ella se retorcía en una capa somnolienta que se debatía entre la realidad y la ilusión del nuevo amanecer. Ya a las cinco, oyó unos pasos fuertes acercándose al cambuche. Todo el historial de sus horrores reapareció con fuerza en su corazón.

Era Aníbal, uno de los cabecillas militares, que acudía a saludarla, a enterarse de detalles propios de la incorporación y a enterarla de las reglas primarias de los nuevos combatientes. Pero ella creyó lo otro y escapó por un roto de la carpa. Con el alma en el cuello, cruzó el primer escampado. Entonces sonó el primer tiro de la guardia y la alarma general puso en peligro no solo a este grupo de vanguardia, sino toda la guerra nacional, cuyas consecuencias sin fin aún resuenan en las calles de San Salvador.

(Continuará…)

Arturo Prado Lima

  Votar:  
Resultado:0 puntos0 puntos0 puntos0 puntos0 puntos
  0 votos