RELATOS. Cena de podridos

Dijo que llegaría tarde. Yo pensé que llegaría tarde en la tarde. Patológicamente él siempre llegaba tarde. A última hora, poco antes de salir para verme, se le presentaban multitud de situaciones urgentes y anecdóticas que le impedían llegar a la hora acordada. Me marché a comprar para llenar el frigorífico y preparar una espléndida cena, preludio de la estupenda velada que nos aguardaba. Volvía de unos de sus viajes y hacia una semana que no nos veíamos.

Como siempre, en mi indecisión, compré ingredientes para confeccionar un menú que diera de comer varios días a todos los vecinos de mi edificio: patatas y huevos para tres tortillas, pimientos y atún para varias empanadas de esas que tanto le gustaban; ingredientes de ensalada como para una boda, pasta fresca por si acaso, un kilo de harina y dos litros de leche para elaborar tres sartenes de bechamel y varios kilos de fruta para el postre, puesto que no sabía muy bien por cuál de ellas decantarme.

Tardé casi dos horas en hacer toda aquella compra. No veía la manera de finalizar la primera parte de mi idea de darle una gran sorpresa con una espléndida cena.

Al llegar a casa, metí todos los alimentos en la nevera. Apenas cabían, repleta como estaba de otras vituallas. Al final, conseguí cerrar la puerta, no sin antes ejercitar mi destreza conseguida en el juego del Tetris.

En ese instante, el timbre del teléfono me sacó de mi embeleso en la preparación culinaria. Su voz grave, elevada y dura ya fue una especie de alarma que me devolvió con un grito de vuelta a la realidad. Parecía ser que mientras yo compraba, pretendiendo abastecer su estómago de múltiples sensaciones orgásmicas, él ya había llegado a mi casa. Me dijo que esperó, llamó varias veces al móvil que yo había olvidado sobre la mesa, se enfureció por no encontrarme allí y se marchó hecho una hidra. Aquella vez llegaba de viaje y se enfadó mucho. Él decía que siempre llegaba a tiempo y que si alguna vez se demoraba era porque le sucedían cosas imprevisibles e ineludibles. Así eran las cosas entre él y yo.

Yo y mi despiste continuo. A veces me olvidaba del tiempo que corría a mi alrededor como si nada y sobre todo, de que podía enfadarse por todo y sin ningún motivo; en los momentos cruciales me olvidaba llamar para decirle algo, coger el móvil antes de salir, mirar el reloj y pensar que era tarde o muchas otras cosas insignificantes para mí… Me olvidaba insistentemente de que al volver a casa recibiría una buena bronca. Lo cierto es que casi nunca sabía muy bien por qué.

Tuvimos que hablar al menos cinco veces, colgarnos el teléfono tres y enfadarnos a discreción entre seis y ocho ocasiones en cada conversación.

Por fin vino a cenar. Habían pasado tres días desde que anunciara su visita. No sabía muy bien qué idear para que me perdonara de yo no sabía muy bien qué; como siempre. Vendría aquella tarde, tarde en la tarde quizás y muy probablemente ya sería tarde.

Me encontraba inquieta, nerviosa, excitada… no sabía muy bien qué era lo que me pasaba y a qué se debía mi estado de ánimo. Daba vueltas de la cocina al salón como un gato enjaulado. No encontraba la manera de empezar a cocinar. Me puse una copa de vino para ver si me tranquilizaba un poco y me senté unos momentos para tomar aliento y comenzar. De repente lo vi todo con una claridad meridiana: liberé del frigorífico todos los alimentos camino de la descomposición y le preparé una grandiosa y suculenta cena de podridos.

VICTORIA ALONSO GUTIÉRREZ
Del libro “Relatos indisciplinados”.
Tregolam, Madrid 2020.


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